Hombres en peligro
No sé en otros lugares, pero en Cuba, a la aguja y el hilo se les dan usos difíciles de asimilar desde la óptica de la razón.
Mi difunta abuela poseía una destreza magistral con ambos aparejos. En un santiamén hacía unas costuras que nada tenían que envidiar a las hechas por mi tía en una máquina Singer.
Transcurrían los primeros años de la década del 70 del siglo XX. Aún estaba en la edad de la inocencia. Con apenas 12 años la vida era color de rosa. No veía los tonos grises de la existencia. Quizás me creí en algún momento dueño del mundo. Nuestra pobreza se difuminaba con el fuego de la candidez y las atenciones de un trinomio de lujo: mi madre, aún con vida y el par de abuelos ya difuntos, pero fijos en las líneas del recuerdo.
Justamente a los 42 años supe que la utilización de las agujas y el hilo no se constreñían al perfeccionamiento de la botonadura de una camisa, el ajuste de la medida a un pantalón u otras funciones aparentemente simples, pero muy necesarias sobre todo en los ambientes donde la miseria es un miembro más de la familia.
Coser carne es una especialidad que podría tener sus comienzos en los restaurantes, quizás en la confección de algún menú especial para un día festivo, y terminar en las prisiones Kilo 8, Guamajal, Boniato o en el Combinado Provincial de Guantánamo. El universo carcelario de la república de Cuba.
Fue en esas geografías donde pude constatar el uso grotesco de esos aditamentos que eran tan nobles y casi mágicos entre las manos de la abuela. Ver a un joven unirse ambos labios con el hilo saturado de churre y una aguja mohosa se convirtió en parte del paisaje que se instalaba en mis pupilas. Aparte de las rejas y los altercados, en la memoria permanecen como tallados a puro cincel todos esos jóvenes que protagonizaron este acto de horror.
Fue una de mis primeras experiencias durante la etapa como preso de conciencia. Con asombro anotaba en mi psiquis cada movimiento del auto agresor. Las gotas de sangre esparciéndose sobre el piso pulimentado, el aguijón de acero rompiendo lentamente la piel, el hilo en su siniestro recorrido, el dolor retratado en el rostro. Al final, la boca inmovilizada, las manchas sangrientas en los ocho puntos de sutura y las miradas del resto de los prisioneros cubriendo la amplia zona que va de la indiferencia al disimulado sobresalto.
En esta categoría se situó mi reacción. No eran fotogramas de un filme de terror, imágenes de un cuento de Edgar Allan Poe. Uno, dos, muchos hombres sumidos en la enajenación o el desespero. Así de fácil, apostaban por enmudecer, obstruían el único acceso de los alimentos al cuerpo, a sangre fría jugaban con el dolor intenso del martirio.
Juan Carlos Herrera Acosta se acaba de sumar a la lista de presos que optan por este tipo de protesta contra los sistemáticos abusos de los carceleros. Él está allí injustamente. Solo se atrevió a pedir la instauración de un estado de derecho. Cruzó la raya roja que la policía política se encarga de retocar cada día. Tal vez haya elegido mal, pero habría que preguntarse: ¿Tuvo otras opciones? Si de certidumbres se trata hay que admitir que las posibilidades en esas zonas del espanto escasean. Lo puedo atestiguar con lujo de detalles.
Pienso mucho en quienes continúan varados en esas aguas. Literalmente pueden morir por la fatal concurrencia de circunstancias desfavorables
Juan Carlos Herrera se cosió la boca como una manera de denunciar los atropellos. Iván Hernández Carrillo está amenazado por criminales. Quieren matarlo.
Son hombres en peligro, seres humanos inocentes lanzados a la periferia de la existencia.
Ojo, más de 200 presos políticos y de conciencia cubanos enfrentan similar destino. Es hora de alzar el volumen de las alarmas. Mañana puede ser demasiado tarde.
Autor: Jorge Oliveira
Lugar: Cuba