Cuba: dos ciclones, dos hermanos
Quien haya sufrido el paso de un ciclón en Cuba durante las últimas décadas, se habrá visto obligado a soportar a un Fidel Castro perorando tecnicismos antes de darle turno de palabra al especialista en meteorología. Igual de estratega frente a un huracán o una invasión, el Comandante en Jefe no sólo gozaba de precedencia, sino que interrumpía y demoraba los avisos, como si se tratara de una cita académica y afuera nadie corriese peligro. De no ser trágica la ocasión, podía hallarse cierta comicidad en aquella pareja de comandante y meteorólogo delante de un mapa. Aquello parecía tratarse, no tanto del cálculo de una trayectoria y de una velocidad de vientos, como de un asunto de imagen personal, puro narcisismo. Él (me refiero a Fidel Castro) se encontraba en su salsa.
Millones de cubanos lo acompañaban en su insomnio de costumbre y, aun siendo de madrugada, podía discursearles. Ayudantes y meteorólogos se marchitaban a ojos vistas, en tanto él saltaba de un boletín a otro sin perder agudeza. Porque cualquier noche suya era noche de ciclón, de vigilia en el puesto de mando. Gracias a los desastres disfrutaba de la misma atención que exigieran sus discursos de los primeros tiempos, cuando la suerte de todo un país pendía de sus palabras. (Antes de que su imagen terminara sin sonido en las pantallas, a la espera de que acabara con aquel discurso y emitieran la telenovela). Fidel Castro volvía a ser el mayor de los héroes al paso de un ciclón. Según sostenían algunos, su permanencia en las provincias amenazadas era capaz de disuadir al mayor de los huracanes. Si alguien llega a considerarse a sí mismo como una fuerza de la naturaleza, ¿por qué no iba a tratar de tú a tú a un ciclón?
Apenas lo permitían las circunstancias, allá iba él, a meterse entre la gente. Abandonaba el estudio de televisión improvisado para subir al jeep de los recorridos. Visitaba damnificados, se plantaba bajo el techo que volara, saludaba y prometía. Dondequiera que fuese habría alguien que se le abrazaba en el desvalimiento, sin acabar de creerse que él se encontrara allí. Que, después del ciclón, llegara Fidel. Pero, del mismo modo en que animaba a los damnificados, podía olvidarlos luego: no tenía reparos en pasar por alto sus necesidades al ocuparse del delicado asunto de las donaciones.
La solidaridad internacional era la continuación de la política por otros medios. Y detrás de una tonelada de leche en polvo podían agazaparse aviesas intenciones. Ciertos Gobiernos enemigos se complacían en revelar la inefectividad del Gobierno cubano, procuraban hechizar al pueblo con regalos. Negándose a aceptar determinadas donaciones, Fidel Castro conseguía reavivar las culpas de organizaciones y Gobiernos. (Buena parte de la política exterior cubana descansa en despertar remordimientos. No es raro el caso de funcionarios de organismos internacionales hundidos en la desesperación desde que las autoridades cubanas rechazaron sus donaciones).
Poco queda, sin embargo, del Fidel Castro compasivo que parecía compartir la suerte de familias sin techo. Impedido de aparecer en público, habrá seguido las noticias de esta temporada ciclónica como un televidente más. En compensación, ha brillado como nunca el otro, el reacio a que llegue ayuda a la gente sin techo. No sólo por haber creado dificultades ante cada proposición recibida desde Washington o desde el exilio, sino por rechazar también ofrecimientos de 27 países de la Unión Europea. (La Unión Europea levantó hace meses las restricciones que impusiera a Cuba, así que ha de tratarse de una venganza retroactiva). Fidel Castro culpabiliza a gran parte del altruismo mundial en sus comunicados. Contesta como Gobierno a ofertas hechas al pueblo de Cuba, y ni siquiera le correspondería hablar como Gobierno desde que fue nombrado presidente su hermano. Pese a ello, sus columnas periodísticas han sido la única respuesta de las autoridades de la isla a los ofrecimientos extranjeros. Y Raúl Castro ha respetado el antiguo papel de su hermano mayor hasta el punto de no suplantarlo: sólo a los 17 días del primer ciclón, y a 12 del segundo, se prestó a dar la cara. Quitando una declaración de apoyo a Evo Morales firmada por él y una conversación telefónica sostenida con Luiz Inácio Lula da Silva, nada más trascendió del actual presidente durante más de dos semanas. Cuando ocurrió el desastre, no le sirvió de compañía a nadie. Visitó La Habana el primer viceministro ruso, y no fue recibido por él. Un general al mando del Instituto Nacional de Reservas Estatales y un viceministro de Agricultura fueron los encargados de reconocer que el Gobierno cubano no disponía de recursos suficientes para afrontar la catástrofe. En su reaparición, Raúl Castro confesó resabioso: «Hace falta que las personas sientan la necesidad de trabajar, y no la sentimos».
La misma curiosidad despertada por la ausencia de Kim Jong-il en un desfile militar o por la falta de imágenes de Fidel Castro podría preguntar por esos 17 días en que no apareciera el presidente cubano. Pero más importante que el secreto que lo mantuvo lejos de la gente es esta posible respuesta a sus quejas por el desgano laboral generalizado: durante los primeros tres días abiertos a la solicitud de tierras estatales ociosas (campaña planeada mucho antes del paso de ambos ciclones e iniciada ahora), 16.000 campesinos cubanos presentaron sus peticiones. Y es necesario considerar, junto al número de solicitudes, las condiciones que tendrán que soportar estos trabajadores: se exige a cada solicitante un aval oficialista, las tierras serán entregadas en usufructo, el Estado designará qué tipo de cultivo habrán de producir, y la mayor parte de las cosechas deberá ser vendida al Estado, al precio estimado por éste. A juzgar por los requisitos anteriores, las autoridades cubanas no sólo están dispuestas a rechazar donativos extranjeros, sino también a desalentar la producción nacional. Se empeñan, de un modo u otro, en negar cualquier mejoría a los cubanos.
Cuando empezaban a asentarse los destrozos causados por el ciclón Gustav, el Ike cayó sobre Cuba. Después de hacerse claro que Fidel Castro cerraría el paso a gran parte del auxilio internacional, Raúl Castro lanzaba sus acusaciones de haraganería. El país sufre por el paso de dos ciclones y por los dos hermanos en el Gobierno. El último ciclón sirvió al mayor de ellos para dedicarse al tema que de veras le apasiona: Estados Unidos. Comparó la ventolera con el desastre económico de Wall Street. Meteorólogo político, él lleva medio siglo pronosticando el hundimiento del capitalismo. Es uno de aquellos sepultureros postulados por el Manifiesto Comunista, todavía a la espera. Y ahora, tanta perspectiva apocalíptica lo empuja a publicar con más frecuencia. No sólo le resultan halagüeñas las noticias del norte, también las de la campaña rusa en Georgia. (Si varios analistas recurrieron a la guerra fría para explicarla, él habrá percibido algo así como la vuelta de los buenos tiempos. ¿Acaso el Gobierno ruso no muestra interés por plantar otra vez radares en Cuba? ¿No lo sugirió el presidente de la Academia de Ciencias Políticas de Rusia, coronel general Leonid Ivashov, en agosto pasado: «Moscú podría reanudar el trabajo del Centro Radioelectrónico en Lourdes, para lo cual sólo necesitaría instalar nuevos equipos»?).
Desvelado por la carrera electoral y el desplome financiero de Estados Unidos, poco habrá de importarle a Fidel Castro la desesperación de unos millones de cubanos. Para sus planes geopolíticos, reavivados cuando menos se esperaba, la población autóctona no ha sido más que un buen pretexto. Por su parte, la Administración de Raúl Castro amaga desde hace varios meses con unas cuantas medidas auspiciosas. Pero las demoran tanto que al final rebajan en ellas la capacidad de cambios. Previsoriamente, el Ejército ha sido desplegado en tareas reconstructivas. En caso de que se haga explícita la desesperación popular, ésta será canalizada a favor de las autoridades. Hacia el mar, transformándola en una oleada de balseros que resulte útil para el chantaje y la negociación con Estados Unidos. La culpa de esa fuga masiva recaería, por supuesto, sobre el Gobierno norteamericano. Así como el embargo está en la raíz de que Cuba no pueda aceptar ciertas donaciones, las particulares leyes migratorias que Estados Unidos dedica a los cubanos constituyen la causa principal de tanta desesperación.
Autor: Antonio José Ponte (publicado en El País)