Los activistas son más vulnerables
El País
Ariadna Jové no lleva armas. Tampoco utiliza explosivos. Es una joven de Tarragona, estudiante de geología, simpatizante de la causa palestina que solía acompañar a los campesinos a recoger la aceituna para intentar evitar los atropellos que los israelíes cometen a veces con ellos. Ése es su delito. El Ejército la detuvo a principios de febrero y ahora no puede entrar en Cisjordania, pero sigue en Jerusalén, a la espera de juicio y, probablemente, de la deportación. Esta semana pasada se la ha estado dedicando a visitar Jerusalén Este, donde Israel pretende derruir 80 casas palestinas alegando que están construidas sobre un yacimiento arqueológico. Jové es un incordio para el Gobierno israelí. Lo mejor es silenciarla. Es probable que la condena que la espera no le resulte demasiado dura. «Aquí arrestan a los palestinos cada día», explica por teléfono desde el autobús que la lleva a la zona este de Jerusalén. «Lo que conseguimos la gente como yo es que la comunidad internacional se interese. Somos útiles para la causa, pero los que realmente sufren las consecuencias graves son los activistas locales».
Para los activistas locales, los llamados genéricamente defensores de los derechos humanos, no hay clemencia ni publicidad. Y mucho menos, tregua. Según el último informe anual de HRW (Human Rights Watch, organización no gubernamental asentada en prácticamente todo el mundo), durante el año 2009 se han intensificado los ataques contra los defensores de los derechos humanos y las organizaciones.
Mientras la prensa europea destaca el caso de Ariadna Jové y su compañera australiana Bridgitte Chappell, cientos de defensores de derechos humanos en Cuba, en Rusia, en Congo o en Colombia sufren el hostigamiento creciente de Gobiernos u organizaciones mafiosas que ponen a prueba su resistencia física y psíquica. El título del libro de memorias de uno de los disidentes cubanos encarcelados junto a Orlando Zapata en el año 2003, Héctor Fernando Maseda, es más que explícito sobre la naturaleza de su sufrimiento: Enterrados vivos. El mundo no sólo no es más sensible a sus demandas, a la vulneración de los derechos de los ciudadanos en definitiva, sino que sigue echando mano de los métodos más brutales, más refinados y más zafios. Los de siempre. De la ejecución sumaria a la simple política de desacreditar al activista.
Darsi Ferrer es el director del Centro de Salud y Derechos Humanos Juan Zayas de La Habana y está en la cárcel desde julio del pasado año. No por sus actividades políticas. Por ellas lleva sufriendo acoso cinco años. Está acusado formalmente de robar materiales de construcción que él mismo tenía en el porche de su casa para hacer unas pequeñas obras. Según Amnistía Internacional, incluso sus vecinos son testigos de cómo la policía aprovechó que Ferrer salía de casa con su esposa para llevarse el material.
A las declaraciones del actor español Guillermo Toledo, señalando que el activista muerto en huelga de hambre Orlando Zapata era en realidad un delincuente, el director de Greenpeace en España, Juan López de Uralde, responde categórico: «Todos somos delincuentes, sí. Marcelino Camacho también lo era en su momento».
El desprestigio del defensor de los derechos humanos es una potente arma para contrarrestar su lucha. Otra es el acoso legal sistemático: demandar a los activistas por la vía civil para estrangularles económicamente. Es un arma especialmente adecuada para grupos ecologistas que, como Greenpeace, pretenden desbaratar suculentos negocios inmobiliarios, como la construcción del hotel El Algarrobico (Almería), a costa del medio ambiente.
La mano dura se impone y no sólo allá donde se da por descontada. Pocos esperaban del Ejecutivo danés una actuación tan contundente como la que desplegó durante la cumbre del clima de diciembre pasado. López de Uralde fue detenido junto a tres colegas por irrumpir en la cena de gala oficial que la reina Margarita ofreció a los mandatarios la noche del 17 de diciembre con una pancarta pidiendo acciones concretas para parar el calentamiento global. Nadie podía sospechar entonces que los cuatro pasarían casi tres semanas, todas las navidades, entre rejas. «Todos estábamos alucinados, pero no sólo por lo que nos pasó a nosotros, sino también por la contundencia de la policía y las detenciones de cientos de manifestantes aquellos días», dice López de Uralde. «Lo que ocurre en un país nórdico como Dinamarca es muy peligroso. Es un movimiento racista que rechaza que otros vayan allí a fastidiarles su tranquila vida».
A López de Uralde le preocupa la creciente persecución contra activistas, pero también la indiferencia, también en aumento, de las sociedades hacia los abusos y, sobre todo, hacia los que se empeñan en denunciarlos. «Un periódico local publicó mientras estábamos en la cárcel que había que aplicarnos mano dura», asegura el ecologista. Se impone la tesis de ellos se lo han buscado. Y así, por toda respuesta a lo ocurrido, el embajador español en Copenhague, Melitón Cardona, explicó a la vuelta de sus vacaciones de Navidad que la dureza danesa no le había sorprendido porque así es la ley de aquel país. «Los ataques a los defensores de derechos puede ser percibido como un tributo perverso al movimiento de los derechos humanos, pero eso no mitiga el peligro», ha escrito Kenneth Roth, director ejecutivo de HRW en el informe anual recientemente publicado.
En esa batalla contra la indiferencia, Ariadna Jové considera un triunfo su detención. «Si se molestan en perseguirnos y nuestro caso pone al descubierto la causa palestina por la que luchan los activistas locales, entonces es que hemos hecho bien nuestro trabajo», dice.
Las activistas o cooperantes como Jové son el mejor escudo para los locales. «Si están a tu lado te blindan», dice la politóloga colombiana Laura Bonilla, refugiada en España desde hace dos años. Pero en esta batalla también hay clases. Un defensor de los derechos humanos es mejor escudo si es europeo o norteamericano. Una colombiana poca cobertura puede ofrecer a los disidentes rusos o cubanos. «Me temo que no somos escudo suficiente», lamenta Bonilla.
Y cuando los escudos no funcionan ni la prensa se hace eco -bien porque no le presta mucha atención, bien porque no hay prensa libre-, las ejecuciones, las torturas o las detenciones se siguen produciendo, como en el pasado, en la mayor impunidad. Bonilla es uno de los muchos defensores que ha tenido que huir de su propio país para salvar la vida. Algunas ONG, como Amnistía, tienen programas de acogimiento de activista amenazados. Esta organización, presente en casi todo el mundo como HRW, gestiona en España un programa al que se acogen cada año diversos activistas. Algunos, incluso, con toda su familia. «Ellos están preparados para afrontar las dificultades, pero se suelen quebrar cuando ven que sus familias son también amenazadas y en algunos casos no queda más remedio que abandonar en bloque el país», explica María del Pozo, de AI.
Además de las ONG, hay algunos Gobiernos que también han desarrollado programas de acogida para activistas cuya vida corre peligro. Uno de esos Gobiernos es el español. El Ministerio de Asuntos Exteriores dispone de la llamada Oficina de Derechos Humanos, de cuyo funcionamiento no se aporta información oficial: puede generar tensiones diplomáticas con los Gobiernos de los países de donde proceden algunos de los acogidos.
La intensificación de los ataques a los activistas produce una preocupación colateral: el efecto disuasorio. Puede que la mayoría de ellos estén tan convencidos de su causa y su trabajo que sigan adelante. Jové, por ejemplo, es de las que considera su propia persecución un acicate, pero otros temen que la mano dura empuje a otros muchos a abandonar o, sencillamente, a no iniciar una lucha contra lo que les escandaliza. López de Uralde es de la opinión de que los que no estén muy convencido o alberguen duden preferirán optar por otras actividades menos arriesgadas.
Una de las personas que trabaja con Amnistía en el programa de acogimiento de activistas también expresa su preocupación al respecto. Esta persona, que prefiere quedar en el anonimato, ve cada día la situación de desamparo que viven los que lograron salvarse huyendo de su país. Algunos quedaron solos. Otros sufren graves lesiones; incluso quedaron paralíticos. Y añade: «Sí me gustaría que usted dijera que estas personas merecen nuestra admiración y que si alguien ha dejado de creer en el género humano bastaría con que conocieran a uno de ellos».
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Autor: Gabriela Cañas-El País