Para 2023 no pido prosperidad, solo anhelo un país
Llegará 2023, y si no fuera porque el almanaque nos recuerda que estamos en los últimos días del 2022, no hallaríamos señales de que otro año finaliza, aunque a juzgar por el desastre que contemplamos a nuestro alrededor, pareciera que no es el año sino el mundo el que llega a su fin.
Parecía que la oleada de muertes por la pandemia, junto al colapso del sistema de salud y los inoportunos e inhumanos “experimentos económicos” de Marino Murillo y Alejandro Gil, habían dejado el peor de los años a las familias cubanas, y que a partir de ahí cualquier otro escenario sería mejor, pero siempre olvidamos que la primera Ley de Murphy advierte que todo lo que empieza mal, acaba peor.
Y a esta novela de terror llamada “Continuidad”, a juzgar por nuestro inmovilismo, aún le faltan varios capítulos para que dejen de correr la sangre y las lágrimas y comiencen, finalmente, a hacerlo los créditos.
Así, aunque anhelábamos que tornados y confinamientos, que cierres de fronteras al turismo y desabastecimiento fueran los ingredientes más letales de esta pócima “continuista”, lo cierto es que 2022 con el Hotel Saratoga volando por los aires, el incendio en la Base de Supertanqueros de Matanzas, la inflación, el huracán que arrasó Pinar del Río, los apagones, las colas, el retorno al “Período Especial”, las injustas condenas a manifestantes pacíficos, el peligroso romance con Rusia y el éxodo masivo ha superado ampliamente en horrores cualquier otro año anterior, aun cuando de los dejados atrás, en estas décadas de dictadura, ninguno es digno de ser llamado “de prosperidad”, y aun cuando la profunda miseria de estos días nos haga caer en la trampa de pensar que alguna vez, antes de enero de 1959, “estuvimos bien”.
Ni fue así —aunque para sentirnos mejor con nosotros mismos nos aferremos a ese “tiempo mental” donde fantaseamos con un “tiempo de gloria”—, ni con el 2022 se irán todas nuestras penas. Porque, al contrario de lo que piensan algunos, los problemas jamás se solucionan si nuestro único remedio es dejar pasar el tiempo. Y es que las cosas, por sí mismas, tienden a ir de mal en peor, y en eso otra vez llevan razón las leyes de Murphy.
El 2023 llegará y, a diferencia de otros lugares del mundo en que las fiestas de Navidad y Año Nuevo son el momento de anhelar transformaciones positivas, radicales, porque existen las condiciones para hacerlo, en Cuba se vuelven otros días más de apatía y desesperanza en tanto el único y definitivo cambio que garantizaría nuestro bienestar no acaba de suceder, y más triste aún, no acabamos de hacer que suceda.
Tan distraídos con nuestros problemas más básicos viajamos dentro de esta vieja maquinaria de las disociaciones y distorsiones temporales que apenas nos sobra el tiempo para comprender cuán débil es este sistema que nos parece imposible de derribar.
Y es que su “perdurabilidad” se sostiene en algo tan simple como en nuestra enfermiza voluntad de continuar siendo parte de él, ya sea estando dentro o desde la lejanía. En esa “dependencia emocional” que nos impide desprendernos de ese lugar físico que llamamos “Cuba” pero que en realidad solo son los restos de una posibilidad que se extinguió con el tiempo. O mejor dicho, que nosotros mismos llevamos a la extinción cuando no le dimos importancia a cosas en apariencias tan simples como aceptar que nuestros hijos juraran ser como el Che o el chantaje de ir marchar un Primero de Mayo porque si faltamos nos lo descuentan del salario o perdemos la siempre humillante “estimulación”.
Sin arriesgar en adivinaciones, con toda la seguridad que nos ofrece nuestra amarga experiencia, sabemos que 2023 será para Cuba mucho peor que 2022, así como este superó al 2021 en fatalidades.
Y no lo digo solo por esas colas y carencias que ya son parte del paisaje nacional, ni porque sabemos que este diciembre iluminado y esas toneladas de pollo y carne de cerdo importados terminaremos pagándolos a más tardar en enero o febrero con el retorno de más apagones, más estómagos vacíos y menos transporte público, sino porque hemos aceptado que la única solución está en huir, pero no para salirnos del juego definitivamente sino para muy pronto retornar con dólares en los bolsillos, con lo cual jamás matamos al monstruo de nuestras pesadillas sino que, por el contrario, lo alimentamos y lo hacemos más fuerte.
Porque muchos que han logrado emigrar y llegar a su destino sentirán que, lejos del infierno de la dictadura comunista, estos últimos días de 2022 y posiblemente el 2023 son el momento de sus triunfos personales (y sin dudas lo será) pero olvidan que si están pensando en retornar de vacaciones o en enviar remesas, ya automáticamente se aceptan en el papel de marionetas de un régimen que, les recuerdo, accionó la válvula de escape no por casualidad o por error sino porque te quiere allá, tanto como necesita —para que su chantaje sea perfecto— que algo tuyo dejes aquí, algo así como familia, amigos, amores o aquellas fantasías que alimentan tus vanidades.
Habiendo fallado el turismo o, mejor dicho, habiéndose demostrado cuán inestable es una economía cuando depende ciento por ciento de él, y siendo consciente de que jamás será el productor y exportador de bienes y servicios que pretende ser, incluso esfumados los sueños de hallar grandes yacimientos de petróleo y viendo cómo la comercialización de médicos en el exterior languidece bajo las acusaciones de explotación laboral, el régimen cubano sueña con ordeñar a esa gran vaca salvadora que son los miles de emigrados, haciendo por primera vez muy certera esa frase de “convertir reveses en victoria”.
Porque, paradójicamente, la supervivencia de la dictadura, agonizante por falta de liquidez, está hoy en esos que han sido “derrotados” por ella, a pesar de que al escapar crean que la han vencido. Así de perverso es el “sistema”, que solo se paraliza y muere si comprendemos nuestras verdaderas relaciones con él.
Y después de lo sufrido, 2023 pudiera ser el momento si no para festejar el continuar vivos, al menos para detenernos a pensar qué poco debemos hacer, casi sin esfuerzo alguno, para bajarnos de esa máquina vetusta y solo con eso hacer que se detenga.
Incluso ahora que casi todos (los que vivimos en la Isla y los que se han marchado) nos hemos mudado a las redes sociales, al ciberespacio, con nuestras identidades reales o con avatares, para allí poder hablar y existir con las libertades que nos prohíben en ese espacio físico casi inhóspito que llamamos Cuba, podemos pensar en la posibilidad de crear en este 2023 una Cuba virtual, diversa, con todo lo que soñamos y pretendemos hacer, sin tener que esperar por ese cambio que no llega.
Construir la Cuba soñada con todos y que, en consecuencia, el mundo se vea obligado a reconocerla incluso en las Naciones Unidas. Hacerla tan grande y real, tan inclusiva y próspera que con los años sea la única, la verdadera, la que habitemos a diario a pesar de lo lejos que podamos estar unos y otros.
La otra Cuba, la que aparece en los mapas, la que solo nos trae malos recuerdos, esa hace mucho tiempo que agoniza, y si no hacemos nada por traerla de vuelta a la vida, mejor la dejamos ir, por el bien de todos.