Honor y honra a quien lo merece: la mujer cubana
En las Navidades me pongo triste. Cuando llegan recuerdo las cárceles castristas porque en esta época comenzaban a correr rumores de que para el 31 de diciembre estaríamos libres. Unas veces era a través de una negociación como la de la Brigada 2506, otras se rumoraba sobre una amnistía, hubo años que esperábamos salir a la calle a través de la OEA, una invasión de exiliados, un golpe militar o una revuelta popular. Siempre fue así. El caso era huir de aquellas rejas. Soñar con que saldríamos antes de fin de año. Aun aferrándonos a la más absurda de las posibilidades, al más descabellado de los sueños.
Cuando llega esta fecha siempre pienso en la mujer cubana. Hoy quiero hablar de ellas. Pero no de las ex presas políticas. De ellas hoy no. No quiero hablar de Sara Diez Argüelles, mi tía, mi ´´Mamiña´´, quien me crió y pasó largos años en la prisión de Guanajay bajo la bárbara acusación de proteger a un fugitivo de la justicia que era yo. No de mis hermanitas Clarita González y Margarita Blanco. No de mis amigas Carmina Trueba, Yoyi Cid, Gladys Chinea, Gloria Argudín, Cary Roque y tantas otras.
Tampoco hoy voy a hablar de las madres de los presos. Por ejemplo, de la mía, que una vez cayó escaleras abajo en la casa de 36 y Tercera y me fue a visitar a Isla de Pinos al día siguiente con dos costillas rotas. La noté rara y demacrada y cada vez que le preguntaba qué pasaba me respondía: ´´No es nada, mijo, no es nada´´. Su sonrisa era extraña. Y me vine a enterar como a los dos meses por qué me hablaba tan bajito y despacio, la causa de su palidez y rictus de amargura. Pero esto no fue nada excepcional, fue la regla, de un modo u otro todas las madres nos iban a visitar siempre no con dos costillas, sino con el alma rota, lo cual es mucho peor. Si hay alguien que no sabe, o no entiende, o nunca ha visto lo que es darlo todo. Miren hacia atrás, miren hacia aquel presidio histórico, y verán a las madres cubanas dando hasta el último pedacito de alma por sus hijos.
Pero en esta columna de Navidad quiero tratar otro tema. Algo lleno de luz. Algo que da pie a cien novelas y cien películas. Las Damas de Blanco de ayer. Que jamás la prensa internacional se ocupó de ellas. Que nunca fueron entrevistadas. Que nunca recibieron un aplauso, un premio ni un reconocimiento. Las de la fuerza espiritual anónima. Las que dentro de 50 años no las recogerá la historia de Cuba porque nadie ha escrito ni siquiera un mísero poema sobre sus sacrificios. Se trata de aquellas niñas bellísimas, finas y delicadas, que no marcharon hacia el exilio a rehacer sus vidas, que renunciaron a cosas tremendamente importantes, y entendieron el amor como la unión en la salud y en la enfermedad, en la dicha y en la desdicha, en la risa y en el llanto, abrazadas al dolor de la cárcel de sus hombres.
Ellas, cautivas también de sus principios, quitándose la comida de sus bocas para cambiarlas por una jaba con gofio y leche en polvo (nota de M. Cancio: bolsa de plástico con harina de cereales que tiene muchas vitaminas) al final de sus manos, de cárcel en cárcel, de lágrima en lágrima, humilladas en las requisas, rodeadas de chantaje y miedo, pero venciendo todos los obstáculos por la ilusión de sentirse mujeres durante dos horas una vez cada dos meses, y poder mirarse segundos en los ojos del hombre amado, y robarles un beso fugaz, lleno de ternura, bajo el escrutinio de mil miradas indiscretas.
Para todas ellas, porque fui testigo de aquel dolor, a Mercedes Rodríguez La Gallega, la cual se sentó junto a mi madre y Mamiña en la visita durante años. A Rita acompañando a Laureano, Vicky a Manduco, Ileana a Rino, Emilita a Lino, Gloria a Pepe y a todas las novias y esposas de los presos políticos cubanos que no menciono por falta de espacio, en estas Navidades y en el día de hoy, en nombre del pueblo de Cuba y en el mío propio, que Dios las bendiga a todas.
Enlaces: Solidaridad Española con Cuba
Autor: Nicolás Pérez Díaz-Argüelles