Grandeza de espíritu
Tomado de Payolibre
Estoy sencillamente abrumado con el cariño y la solidaridad de que hemos sido objeto en esta querida España. Es como si quisieran borrar con sus gestos de amor todo el odio que recibimos en las prisiones y en las calles de nuestra Cuba.
Tenemos que dar muchas gracias a Dios por todo, porque hemos podido salir de la prisión y de la opresión a la que nos tenía sometidos el régimen. También muchas gracias a ESPAÑA, al gobierno español, a la Iglesia católica cubana por su mediación, a Guillermo Fariñas por su heroica huelga de hambre y de sed, y resaltar en este momento la memoria de nuestro mártir hermano Orlando Zapata Tamayo, que dio su vida por nuestra libertad y por la dignidad de todos los presos cubanos. También quiero agradecer a la prensa internacional, que ha realizado una magnífica labor de divulgación de nuestra realidad, y a todos los cubanos buenos en muchas partes del mundo que no se han olvidado de nuestra querida patria.
Una palabra muy especial para las Damas de Blanco. Yo le contaba al amigo Raúl, el Rey de la solidaridad, que si me hubieran dicho hace cuatro meses que íbamos a estar en España, sencillamente no lo hubiéramos creído. Y le comentaba que no se me olvida que el día 25 de abril las Damas de Blanco fueron víctimas de un miserable acto de repudio a manos de las hordas castristas. Los muy canallas se dividieron en dos grupos para poder seguir hostigando a siete infelices mujeres a tiempo completo, mientras una parte iba a refrescar con jugos de frutas los otros seguían insultando a nuestras hermanas. Al día siguiente, lunes 26, era mi aniversario de bodas, y cuando llamé a mi esposa por la mañana no sabía si felicitarla por nuestro aniversario o preguntarle si estaba viva o muerta por todo lo que les habían hecho. Fueron momentos terribles, de muchísima impotencia, de tener ganas de estallar de una vez.
Y resulta que unos días después, el primero de mayo, cuando hablé con mi esposa por la mañana me dijo que el cardenal Ortega las había convocado a una reunión a las siete Damas que habían sido víctimas del bochornoso acto de repudio el día 25, y yo decía que cómo era posible que en un primero de mayo, con la ciudad totalmente paralizada por el acto político, él insistiera en que tenía que ser en esa fecha. A mí me llamó mucho la atención y le concedí una enorme importancia, y viniendo de la Iglesia aquello no podía ser para nada malo, pero no quise adelantarme en la esperanza por temor a sufrir una decepción. Después mi esposa me informó de la reunión y ese fue el primer rayo de luz en el túnel del horror. Y ya lo vemos, unos meses después estamos en un país libre y rodeados de amigos que no cesan de darnos muestras de cariño.
Qué puede pensar un preso político cubano condenado a quince años de prisión cuando su propia esposa se dispone a salir a la calle a reclamar su libertad en medio de una tiranía como aquella. Lo que han hecho las Damas de Blanco es increíble. Es una de las páginas más hermosas que ha escrito la mujer cubana en toda nuestra historia. Un día las llamé cuando estaban reunidas en casa de Laura en los días en que se cumplían siete años de nuestro encierro y hablé con Alejandrina de la Riva, esposa del preso político Diosdado González Marrero, y le comentaba que lo que ellas estaban haciendo era más de lo que había hecho nadie en términos de lucha cívica y pacífica en Cuba, y le preguntaba cómo se les había ocurrido todo aquello, y ella me contesto, Adolfo, es que no tuvieron en cuenta el amor. ¡Qué grandeza de espíritu!
Ellas han escrito un página imborrable de nuestra historia, y su labor cívica y pacífica trasciende nuestras fronteras. Dondequiera que se luche pacíficamente por la libertad de un preso, por la dignidad de todos los presos, ellas son un ejemplo y una referencia. En mi caso dirán que la recomendación viene de muy cerca porque yo soy parte interesada en esto siendo mi propia esposa una de ellas, pero en mi opinión ellas han estado a la altura de un Martin Luther King, de un Mahatma Gandhi o de las Madres de la Plaza de Mayo.
Autor: Adolfo Fernández Saínz