En los pasillos del recuerdo siento la presencia de aquellas ratas en vela hurgando en mis pertenencias.

Sus expresiones monocordes, intermitentes colocándose dentro del elenco de intérpretes: búhos, mosquitos, aullidos perrunos y algunas cucarachas rasgando con sus patas el nylon con azúcar blanca.

El cóctel sonoro era una constante en cada noche terriblemente oscura. Me convencí que la nocturnidad se intensifica con el odio y la malicia. Además, como luz sólo podía contar con el leve resplandor de una bombilla que era un detalle sin importancia ante el rigor de las tinieblas.

A dos cuartas de mis pies emergía el hedor de mis evacuaciones. Era una erupción de olores demoníacos despachados por aquel orificio de unos 10 centímetros de diámetro.

Mi servicio sanitario sembrado en el piso. Un hueco. La parte más visible de una fosa donde se contorneaban los gusanos -allá abajo, en las profundidades- con una pasión que mis ojos captaban en unas miradas huidizas y con la marca del asombro.

Los nidos de las avispas mostraban cierta perfección empotrados en el techo. Lo construían durante el día mediante continuos viajes al exterior de la celda para traer la materia prima: pequeñas porciones de tierra convertidas finalmente en conos muy delineados y resistentes.

Al principio de mi estadía allí, temía sus picadas, pero llegamos a tolerarnos sin que hubiera ningún incidente. Llegué a profesarles afecto. Eran de alguna manera mis huéspedes junto al nutrido ejército de hormigas, los pelotones de moscas y las diminutas arañas sobre sus telares.

Supe el sabor del agua mezclada con tierra. Bebía el fango con determinación. Otras posibilidades eran sólo practicables dentro de los límites de las ilusiones. Con la diaria ingestión llegaron las amebas. Entre los paliativos y las infecciones repetidas se cimentó la vulnerabilidad física con la aparición o agravamiento de varias dolencias.

Aparte del agua sucia, el estómago recibía arroz en pegostes y con piedrecillas, frijoles al parecer cocidos en las calderas del infierno. O en sustitución sopa de cuero bovino. Mi memoria aún retiene los trozos de piel con la erizada pelambre flotando en la superficie de aquel líquido amarillo que agredía, sin clemencia, mis jugos gástricos y mi conciencia.

¿El plato fuerte? Un engrudo de harina de trigo con tufo a aguas albañales. Se le denominaba, aunque resulte increíble, pasta alimenticia. En ocasiones restos de un pescado de agua dulce llamado tenca. Del pez sólo llegaban las espinas y un olor ideal para las náuseas.

Dos veces al mes se distribuía la comida especial. Algo más humano, menos brutal, un paréntesis en la secuencia de barbaries. Estos son apenas briznas de mis recuerdos del Combinado Provincial de Guantánamo. Una prisión donde pude constatar las sombras de la civilización. Allí descubrí la zona donde el hombre logra una veraz imitación de las bestias.

Quisieron destruir mi psiquis, trastocar mi identidad primero con el aislamiento y después con la compañía de criminales y lunáticos. Por fortuna, y gracias a Dios, estoy aquí para contarlo. Me castigaron y me castigan por pensar a contracorriente, por no aceptar la doble moral, por pedir pluralidad y tolerancia.

Fueron casi dos años tras las rejas. Los agrios recuerdos de Guantánamo. La marca de la irracionalidad. Cindy Sheehan y sus colegas pacifistas estuvieron en Cuba para exigir el cierre de la prisión que los norteamericanos tiene en Guantánamo. Hay otra cárcel en este territorio que también merece la crítica y la clausura. Lo dice alguien que pensó no salir con vida de este sitio abominable.

Autor: Jorge Olivera Castillo (Publicado en Cubanet)
Lugar: La Habana