La enfermedad moral totalitaria
La oscarizada película alemana La vida de los otros, del principiante Florian Henkel-Donnersmerck, debería ser proyectada en los colegios. Es una obra maravillosa capaz de reflejar el horror de una dictadura totalitaria, en este caso la de la República Democrática Alemana. Y ese horror está explicado sin excesos, sin torturas, sin recurrir a los trazos gruesos, con la mera exposición de la perversión del sistema, de la absoluta falta de libertad. Con el agravante de que todo eso, toda esa aberración social y esa pena negra, se enmascaraba bajo un mentiroso manto de bellísimas palabras e intenciones, bajo la excusa de la revolución, del bienestar de los pobres y de la justicia. El totalitarismo de izquierdas es una repugnante enfermedad moral. El de derechas también, naturalmente, pero eso es algo mundialmente admitido: nadie discute el carácter patológico del nazismo. Y, sin embargo, ¡cuántos izquierdistas siguen añorando, disculpando y mitificando los infiernos de las dictaduras populares!
El perfecto ejemplo de esta ofuscación ética es el caso de Cuba. La verdad es que no consigo entender cómo personas que en todo lo demás se muestran sensatas, y que parece que son buena gente, y que denuncian con vigor los abusos que se cometen en otras partes del mundo, son capaces de perder de repente todo criterio y de ponerse a justificar los mismos abusos si suceden en Cuba. ¿Qué se están jugando para cegarse así? ¿El narcisismo de dividir el mundo entre buenos y malos y de adjudicarse a perpetuidad un puesto entre los primeros?
Hará cosa de un mes se presentó en Madrid Archivo Cuba, una fundación independiente con sede en Nueva York y dirigida por María Werlau, experta en relaciones internacionales. Como bien contó Maite Rico en un estupendo artículo en este periódico, Archivo Cuba está intentando hacer un registro fiable de todas las víctimas de la dictadura cubana, independientemente de su ideología, desde el principio mismo de la revolución en 1959. Es un trabajo riguroso basado en todo tipo de datos, desde recopilaciones bibliográficas y periodísticas a informes de la OEA u otros papeles oficiales, trabajos de Amnistía Internacional o Human Rights Watch, y testimonios de familiares de las víctimas y de testigos directos, como milicianos, funcionarios o médicos que terminaron saliendo de Cuba. Así han llegado por ahora a 8.190 víctimas, que no son ni mucho menos las cifras totales, sino tan sólo aquellas documentadas fehacientemente. De ellas, 5.775 fueron ejecutadas, 1.231 asesinadas extrajudicialmente, 200 desaparecidas y 984 muertas en prisión por diversas causas. Entre los muertos hay mujeres embarazadas y 54 casos documentados de niños. Archivo Cuba intenta ser la base para una futura Comisión de la Verdad, al estilo de las que se han formado en Chile, Guatemala o Argentina, para sacar a la luz las atrocidades cometidas y poder cerrar esa herida y seguir adelante.
María Werlau fue desgranando esta lista de horrores con emoción y ecuanimidad, en uno de los actos más conmovedores a los que he asistido en mi vida. Porque las palabras de Werlau no estaban movidas por la ideología, sino por el respeto a la verdad y al dolor de las víctimas. Por la responsabilidad de la memoria social. María estaba ante nosotros como un testigo del sufrimiento, de todas esas historias silenciadas que había ido recolectando y que le pesaban entre las manos: «¿Cómo es posible que el mundo ignore todo esto?», se quejaba con sosegado asombro. En Chile, bajo la dictadura de Pinochet, hubo 3.197 muertos y desaparecidos, y por fortuna el mundo entero supo de esas víctimas desde el principio. En Cuba se duplicó esa cifra sólo en los primeros años del castrismo, pero los muertos cubanos vuelven a ser asesinados cada día por el silencio y el abandono internacional. Esa desesperación, esa acongojada responsabilidad de quien tiene que hablar por las víctimas, latían bajo las contenidas y competentes palabras de Werlau. Al final intentó leer un testimonio y, sorpresivamente, se le saltaron las lágrimas: ahí supimos que el testimonio era de su madre, y que el padre de Werlau había sido uno de los muertos del castrismo. Todos cuantos estábamos presentes tuvimos que tragar un nudo de emoción. La sala se encontraba llena de periodistas conmovidos y convencidos, pero luego, claro está, tampoco salieron muchas informaciones al respecto. Cuesta mucho romper el techo de silencio, las viejas rutinas mentales, la extraña impunidad que rodea a Castro.
Autor: Rosa Montero (publicado el 04/04/07 en El País Semanal)