Association for the Study of the Cuban Economy (ASCE)
17 th Annual Conference. Miami, 2 al 4 de agosto del 2007

El 27 de junio pasado, con el apoyo del Foro Nueva Economía, pronuncié una conferencia en Madrid titulada El futuro democrático de Cuba: qué tipo de capitalismo nos aguarda. El tono del texto, en general, era optimista, y a muy grandes rasgos dada la escasa media hora de que disponía para desarrollar el tema dibujé rápidamente lo que puede ser un esquema para la transición económica y política de la Isla, señalando, de paso, los escollos que hay que evitar en la construcción de una verdadera economía de mercado, libre y abierta, mientras se forjan las bases de un genuino Estado de derecho dentro de la tradición republicana.

La reacción de los cubanos a estos papeles fue, grosso modo, positiva. Desde Cuba, algunos demócratas de la oposición me hicieron llegar su entusiasta conformidad con el texto, y hasta cierto personaje relevante dentro del aparato, más importante por sus vínculos familiares que por méritos revolucionarios, crítico a media lengua del sistema, se ocupó de repartir varios ejemplares entre su círculo de la nomenklatura. Le parecía, y así me lo hizo saber, que era un buen camino para escapar de la trampa histórica en que el castrismo los dejará atrapados cuando se llegue al final de esta pesadilla.

Naturalmente, también hubo numerosas críticas negativas, dentro y fuera de Cuba, en las que se repetía una palabra clave: utopía. Aparentemente, nada de esto era realizable. Los cubanos no podían transformar la dictadura en democracia. No les sería posible transferir los activos en manos del Estado a la sociedad. Les estaba vedado un crecimiento enérgico del 10 o 12% anual durante un periodo prolongado tras la desaparición del comunismo. Los capitalistas extranjeros caerían sobre el país como una bandada de buitres desalmados. Los cubanos, en suma, tras el fin de la dictadura no serían capaces de construir un país normal, semejante a esas treinta naciones que están al frente del planeta de acuerdo con el Indice de Desarrollo Humano que la ONU publica periódicamente. Normal, en este contexto, quiere decir democrático, pacífico, próspero, predecible, tranquilo, confortable, respetuoso de los derechos individuales, incluidos los de propiedad, y amistoso con los países vecinos, rasgos presentes en esas treinta naciones aludidas.

El sueño cubano
Esa actitud pesimista es, realmente, un fenómeno novedoso en la historia de la nación. Si algo había caracterizado a la sociedad cubana desde la época de la colonia, era la certeza general de que nos esperaba un futuro extraordinario, y que no había obstáculo que no pudiera ser superado con un poco de suerte y tesón. ¿De dónde surgía esa confianza? Acaso de una experiencia feliz y poco frecuente: los cubanos no conocían la decadencia. No se referían a gloriosos tiempos pasados ya irrecuperables. No existía, hasta la llegada del castrismo, la noción de que hubo un pasado espléndido que habíamos perdido. Lo mejor, invariablemente, se encontraba instalado en un horizonte alcanzable. Era una sociedad que miraba hacia el futuro.
¿Por qué esa actitud? Acaso por lo siguiente: los cubanos, paulatinamente, siempre habían estado “un poco mejor”, lo que generaba unas razonables expectativas de progreso personal y colectivo. Como regla general, el nieto estaba mejor educado y vivía mejor que su padre, mientras el padre estaba mejor educado y vivía mejor que el abuelo. El propio paisaje urbano les confirmaba a los cubanos esa convicción risueña de que el porvenir podía ser extraordinario. Las casas, los caminos, las ciudades, mejoraban con el transcurso del tiempo. La modernidad y el progreso solían llegar con celeridad: el tren, el telégrafo, el teléfono, la electricidad, los autos, la aviación. La disponibilidad de los bienes de consumo aumentaba constantemente: el agua, la alimentación, el vestido, el transporte y las posibilidades de viajar. La estructura social, además, era permeable y flexible. Se podía comenzar en alpargatas, como tantos criollos e inmigrantes, y terminar en una casa confortable rodeado de comodidades. El mensaje que históricamente emitía la realidad isleña era obvio: Cuba era un país con futuro. El devenir era benévolo, prometedor. Eso generaba una comprensible sensación de optimismo.

Por supuesto que hubo contramarchas y Cuba sufrió leyes y gobiernos injustos durante la Colonia (junto a otros muy constructivos y benéficos), y debió enfrentar ataques de piratas y ciclones devastadores. Es verdad que a veces se desplomaba el precio del azúcar o se contraía el comercio internacional y los cubanos padecían las consecuencias. ¿Quién puede ignorar que en suelo cubano se libraron guerras internacionales y La Habana se llenó de imprevistos ingleses? Nadie puede negar que había bolsones de pobreza y desempleo (cada vez menores), o que a la infame esclavitud, terminada en fecha tan tardía como 1886, evolucionó hacia un hiriente racismo que no se extinguió con el surgimiento y desarrollo de la república, sino se prolongó en exclusiones y desigualdad de oportunidades para la población negra. No es falso que hubo etapas graves y convulsas tras la independencia violencia, golpes militares, corrupción, gansterismo, dictaduras, que generaron toda una valiosa literatura crítica calificada como “pesimismo republicano”, en la que comparecen nombres como los de Enrique José Varona, Fernando Ortiz y Jorge Mañach entre otros, pero ese examen sombrío y generalmente acertado de los males que aquejaban el funcionamiento institucional del país no trascendía de ciertos medios académicos e intelectuales muy limitados. En todo caso, eran incidentes controlables o periodos relativamente breves, a veces trascurridos en medio de buenas circunstancias económicas, invariablemente seguidos por ciclos de recuperación impetuosa, lo que nos llevó a acuñar un sobrenombre auspicioso para la nación: “la isla de corcho”. Ello explica que, hasta la llegada de Castro, Cuba fue siempre un receptor neto de inmigrantes. Era un espacio humano prometedor, del que no tenía mucho sentido huir, dado que era posible trazar objetivos vitales ambiciosos y alcanzarlos. Había, pues, un “sueño cubano”, como pueden dar testimonio cientos de miles de inmigrantes europeos o caribeños que llegaban a la Isla en busca de formas de vida superiores a las que podían alcanzar en sus países de origen.

La desaparición de la esperanza
Paradójicamente, esa noción de isla de corcho, asiento de esperanzas y de una vida mejor para nativos y extranjeros, se vino abajo como consecuencia del más optimista de los cubanos: Fidel Castro. Incluso, es posible que el desbordado optimismo de Fidel Castro haya sido el causante del surgimiento del pesimismo en el resto de sus compatriotas. Me explico: Fidel Castro creía que con un grupo de jóvenes sin disciplina ni adiestramiento militar, como había sucedido en la lucha contra Machado, podía derrotar a la dictadura de Batista, y lo logró. Pero a partir de ese triunfo notable, no exento de heroísmo, el resto de sus objetivos fracasaron uno tras otro, mientras se demostraba que sus creencias no eran más que supersticiones absurdas.

Fidel Castro, dispuesto a convertir la Isla en una potencia económica, creía que él sabía mejor que el resto de los cubanos qué producir, cómo producir y a qué precio, y sustituyó violentamente el modelo económico basado en la propiedad privada y el mercado por el colectivismo planificado que preconizaban los marxistas. Creía que las desdichas políticas de los cubanos se debían a la “división” y la politiquería producidas por la democracia plural e instituyó un régimen monopartidista de voz única y obediencia vertical que nos traería la felicidad colectiva. Creía, en 1959, que en una década (como explicó el Che Guevara en Punta del Este, Uruguay, en 1961) Cuba sería un país industrializado y tendría un nivel de desarrollo similar al de Estados Unidos. Creía que Estados Unidos y los países capitalistas colapsarían en medio de una catástrofe económica imparable. Creía que el comunismo y la URSS eran el futuro de la humanidad. Creía que él iba a ser la cabeza del tercer mundo en la nueva etapa post-capitalista, y mandó sus ejércitos a África y sus guerrillas, terroristas y agentes a todas partes para apuntalar ese destino luminoso. Creía que transformaría a Cuba en una potencia científica en donde se curarían el cáncer, el SIDA y otras calamidades. Creía, en fin, en muchas cosas tontas y desproporcionadas que sólo suscriben los optimistas patológicos aquejados de narcisismo, incapaces de dudar, sin darse cuenta que sólo era un abogadillo mediocre, propenso a la violencia, intimidador, audaz y sin escrúpulos, aunque naturalmente carismático e inteligente, insoportablemente locuaz, con un débil instinto laboral, que había adquirido sus ideas de la historia y de la economía en medio de unas elementales tertulias políticas, enrarecidas por el humo de los habanos y los golpes de cafeína, junto a personas sintonizadas en la misma tesitura cultural, política y moral.

Esos delirios, claro, tuvieron consecuencias gravísimas cuando se convirtieron en medidas de gobierno. Durante casi medio siglo los cubanos aprendieron una nueva y dolorosa lección: el país se hundía progresivamente. El gobierno más largo de la historia de América casi medio siglo, pese a tener todos los recursos a su disposición, lejos de resolver los problemas materiales de la sociedad, los había agravado. El agua, la vivienda, el suministro de electricidad, los teléfonos, el transporte, la comida y el vestido se volvieron una insondable tragedia personal y familiar. No había oportunidades laborales valiosas, bien remuneradas y libremente elegidas. Todas las promesas resultaban incumplidas. Todo estaba racionado o era inalcanzable. De nada servía ser una persona brillante, adquirir un título universitario o esforzarse en el trabajo. Tener una personalidad creativa y emprendedora, lejos de ser una bondad natural conducente al éxito, se convertía en un foco de conflictos con los comisarios. Si algo bueno existía, sólo estaba disponible para la clase dirigente o los extranjeros. Todavía hoy, el 26 de julio pasado, Raúl Castro, como si fuera la luna, después de medio siglo de gobierno, prometía que los niños mayores de 7 años podrían tomar leche en el futuro.

Esa fracasada experiencia, sufrida interrumpidamente y durante tanto tiempo, se convirtió en una devastadora expectativa personal: no había esperanzas, salvo la de emigrar por cualquier procedimiento. Tres sucesivas generaciones de cubanos aprendieron la peor de las lecciones que puede interiorizar una sociedad: no hay un mañana mejor. Todo, incluso, puede empeorar. No es posible la superación. La vida es esa cosa miserable y mugrienta que transcurre en medio de arengas y marchas patrióticas bajo un sol implacable. Los jóvenes cubanos de los años setenta vivieron peor que los de los sesenta. Los de los ochenta, peor que los de los setenta. Los de los noventa, en la primera mitad, llegaron a pasar hambre. Por supuesto que el responsable de ese minucioso desastre eran el sistema y el torpe supremo administrador que señalaba las directrices y daba las órdenes, pero el juicio final a que llegaban los cubanos era otro: Cuba era inviable. De una isla de corcho, había pasado a ser una isla de plomo, hundida sin remedio en el Caribe.

La desconfianza en el otro
Pero todavía existía otro componente más doloroso: no sólo Cuba era inviable a los ojos de muchas personas. Los cubanos, en general, pertenecían a una especie humana deplorable. Mentían o simulaban para poder sobrevivir. Todo el mundo comenzó a hablar de la doble moral como algo natural. Cada hogar se convirtió en un centro de adiestramiento para la mentira. Los padres les enseñaban a sus hijos a ocultar sus emociones y sus creencias “para que no se metieran en problemas”. Todo el mundo mentía para salvarse, pero a veces la conducta era aún más censurable: el régimen convirtió a los cubanos en chivatos. Lichi Diego contó en un libro desgarrador como la Seguridad lo reclutó para que espiara y delatara a su padre, el gran poeta Eliseo Diego. Cientos de miles de cubanos se convirtieron en informantes contra otros cubanos.

Por primera vez, incluso, un régimen político se arrogó el derecho a controlar la intimidad afectiva de los ciudadanos. Fidel Castro decretó que no se podían tener relaciones amistosas con los familiares y amigos que escapaban del país o rechazaban al comunismo. Ni siquiera se podía tener contactos con ellos. Padres, hijos y hermanos, aterrorizados por la represión, interrumpieron sus relaciones familiares y personales a un chasquido de los dedos del dictador. La dictadura no sólo era dueña del quehacer de los cubanos: se había atrevido a más, se había apoderado del querer de los cubanos.

¿Qué le ocurría al que se rebelaba contra esta barbarie represiva o, simplemente, protestaba? El gobierno sabía cómo manejarlo: se le acosaba y asustaba, pero si se mantenía firme le lanzaba las turbas en pogromos violentos y repugnantes. Si insistía, era la cárcel lo que le esperaba, o el paredón si parecía demasiado peligroso. No obstante, casi siempre el “acto de repudio” era suficiente. Era otra vuelta a la tuerca: del informe y la delación se pasaba a la agresión física colectiva. El acto de repudio tenía dos fines: aterrorizar al desafecto para desalentar conductas parecidas e involucrar a la sociedad en la represión. Ser revolucionario era mancharse las manos de sangre. Cuando el régimen quiere acosar a los hermanos Arcos para dar un ejemplo, les manda una turba dirigida por Roberto Robaina y Felipe Pérez Roque, entonces muy jóvenes. Y cuando quiere fusilar al general Arnaldo Ochoa y al coronel Tony de la Guardia hace que la plana mayor del Ejército firme la sentencia de muerte.

¿Cómo extrañarse, pues, de que surgiera en la sociedad una invencible desconfianza en el otro? El otro era peligroso. El otro podía destrozarnos. No sólo Cuba era inviable. Se abrió paso la noción de que los cubanos tampoco eran viables como conciudadanos. Los cubanos, aunque nunca hubieran oído hablar de Robert Putnam, ni hubieran leído una sola línea suya, intuían que una sociedad es tan buena como el capital social que posee. ¿Cómo creer que con ese capital social tan deleznable, hecho de delatores, matones y mentirosos, se podía construir una sociedad grata, respetuosa con el prójimo, hospitalaria y amable, en la que valiera la pena criar a una familia? Por eso el pesimismo arraigó firmemente en el pecho de los cubanos. De un estereotipo feliz el cubano valiente, amigo de sus amigos, siempre dispuesto a defender gallardamente sus ideas se pasó al estereotipo negativo: el cubano era un personajillo sigiloso y mendaz, artero y traidor, capaz de cualquier cosa, en el que no se podía confiar.

El síndrome del pesimismo post-totalitario
Ése es, exactamente, el origen del síndrome del pesimismo post-totalitario. Las sociedades que abandonan la experiencia comunista lo hacen profundamente laceradas por la experiencia. Raúl Rivero ha titulado un libro bellísimo y doloroso de crónicas periodísticas con una frase elocuente: Lesiones de historia. Quienes pasan por esta experiencia quedan lesionados y la recuperación es lenta y difícil. Algo parecido se observa en los países de Europa del Este que liquidaron el comunismo. La sociedad saluda la llegada de la democracia con cierto escepticismo y sin entusiasmos partidistas. Está satisfecha de enterrar la pesadilla, pero no quiere oír promesas políticas porque no cree en ninguna. Le han extirpado la facultad de soñar con un futuro feliz. El abusivo ejercicio del poder durante tantas décadas en la Europa comunista, aún cuando el desempeño económico no haya sido tan torpe como el de Cuba, les ha cauterizado a las personas la capacidad de ilusionarse. Es como aquella página terrible de Víctor Frankl en la que cuenta como, tras ser liberado por los aliados del campo de concentración en el que los nazis lo habían internado por su condición de judío, y en el que había muerto toda su familia, descubrió que había perdido la capacidad de alegrarse e, incluso, de reír. Las sociedades post-totalitarias, sencillamente, son hurañas, desconfiadas, profundamente egoístas, y no albergan demasiadas ilusiones en el futuro.

La recuperación de la esperanza
En rigor, esas percepciones, creencias y actitudes son perfectamente racionales. Los cubanos no son diferentes a los demás pueblos del planeta. Si durante casi cuatro siglos fueron optimistas, es porque tenían razones objetivas para ello. Si dejaron de serlo, es porque la realidad los inclinó en esa lamentable dirección. Si durante un largo periodo de la historia prevalecieron entre los cubanos los valores de la lealtad, la amistad, la solidaridad con la familia y los amigos, sin tomar en cuenta sus ideas políticas, y se cultivaban el amor por la verdad, el patriotismo y la rebeldía contra la injusticia, es porque el costo de mantener esa estructura ética era aceptable. Cuando se hizo incosteable, sencillamente, los cubanos adaptaron su comportamiento a las nuevas circunstancias. Hicieron lo mismo que los alemanes durante el nazismo, los españoles bajo el franquismo y casi todos los habitantes de Europa del Este en la larga etapa comunista. Fue en España, y de la boca de un militar, donde escuché este dictum melancólico: “uno es tan valiente como lo permite el grado de ferocidad de su enemigo”.

En todo caso, el hecho verificable de que las circunstancias materiales modificaron el comportamiento de los cubanos aseveración en la que estarán muy de acuerdo los marxistas nos indica algo bastante obvio: cuando cambien las circunstancias materiales, paulatinamente volverá a modificarse la conducta de los cubanos y eso, en su momento, generará un nuevo caudal de ilusiones y pondrá fin al Síndrome del pesimismo post-totalitario. El alemán roto y desesperanzado que deambulaba entre las ruinas de su país en 1945, convencido de que pertenecía a una sociedad maldita y a un país fracasado, no tiene nada que ver con el que hoy habita en la opulenta y orgullosa Alemania. Fenómeno parecido a lo que está sucediendo en la Europa ex comunista donde, tras la sacudida inicial, y tras un primer periodo confuso y convulso en el que las generaciones más viejas tuvieron que enfrentarse a la incertidumbre de los cambios y a una reducción de su ya entonces pobre consumo, poco a poco, y a desigual velocidad, dependiendo del éxito local de la transición, las personas han ido recuperando los valores de la libertad, y son muy pocos los que quisieran volver a los viejos tiempos comunistas de palo, tentetieso y colectivismo.

A nadie, salvo que sea un psicópata, le gusta mentir. Mentir es un acto tan contra natura que cuando lo realizamos se produce una enérgica reacción corporal que registran los detectores: aumenta la sudoración, nos cambia la voz, se aceleran las palpitaciones, se enrojece la piel. Es obvio: no estamos fisiológicamente preparados para fingir. Lo natural es decir la verdad. La impostura, como señalan los psicólogos de la corriente humanista, genera neurosis que se somatizan como un profundo malestar emocional. No obstante, bajo el estrés totalitario, presionada por el sistema, la gente miente, finge y, por supuesto, sufre callada y amargamente.

A nadie, salvo a un malvado congénito o un energúmeno incontrolable, le puede gustar acosar a una persona indefensa y humillarla o golpearla, como sucede en los pogromos, ya sean los efectuados por los cosacos en Rusia, los nazis en Berlín o las turbas del partido comunista en La Habana. Nadie en su fuero interno, aunque milite en el partido comunista, puede justificar que se le obligue a renunciar al trato con sus padres, hermanos o amigos invocando unos torcidos principios revolucionarios, o que lo priven de leer lo que desee, escuchar la música que le satisface o contemplar el cine o la televisión que más le gusta.

En suma: es más fácil desterrar las actitudes violentas y las conductas represivas impuestas por las dictaduras totalitarias que haberlas adoptado dócilmente. La libertad, administrada por métodos democráticos, genera una atmósfera vital y psicológica mucho más placentera. Y cuando en esa atmósfera surgen crecientes oportunidades económicas y las personas pueden hacer planes alcanzables a largo plazo, la reacción natural es la recuperación de la confianza en el país y un juicio más benévolo sobre los otros. Los cubanos volverán a creer en Cuba, y volverán a creer en sus compatriotas, cuando el país pueda mirar el futuro con ilusión, y cuando no teman al otro porque el otro ha dejado de hacerle daño. Tal vez ese momento mágico no tarde excesivamente. Los cubanos, muy cansados, desean fundirse en un nuevo abrazo y volver a empezar. Parece que ya es hora.

Autor: Carlos Alberto Montaner