La invitación del dictador interino Raúl Castro para que la población opine sobre lo que no funciona en el comunismo cubano y las glosas al asunto del vicepresidente Carlos Lage, el canciller Felipe Pérez Roque y el flamante ministro de Comunicaciones, Ramiro Valdés, han abundado en la idea de que esas opiniones van a servir para resucitar al moribundo sistema imperante en la Isla.

«Nuestra agenda es hacer cuanto resulte sensato y posible, eliminar lo que sea absurdo, conciliar cada logro y asegurar cada día más la plena soberanía del país, el socialismo como fundamento de la independencia y el desarrollo material», proclamó Valdés recientemente.

El más elemental sentido común apunta a que una estrategia (si alguna hay) basada en reformas cosméticas, discursos soberanistas y socialismo (del siglo XXI o del XIX, tanto monta), como base del desarrollo, no va a producir resultados muy diferentes de los obtenidos en los últimos cincuenta años. En todo caso, los frutos serán aun más escasos y amargos, porque el país se ha empobrecido considerablemente en esas décadas y el contexto internacional es ahora menos favorable para experimentar con nuevas modalidades de colectivismo.

Ejercicio de ´rectificaciones´ periódicas

Tras la victoria de 1959, el régimen castrista sobrevivió diez años a expensas de la herencia económica de la República y otros treinta gracias a los subsidios soviéticos. Ni el patrimonio de la era socialista ni los petrodólares de Hugo Chávez alcanzarán ahora a cumplir esa función con la misma eficacia.

Con diversas etiquetas, ese ejercicio de «rectificaciones» periódicas ha formado parte de la liturgia castrista desde la etapa inicial del régimen. La población lo sabe y conoce también los límites tácitos de esa inusitada libertad de expresión que las autoridades solicitan ahora con tan sospechoso ahínco.

Los exordios gubernamentales ponen además de manifiesto otras características de ese mismo sistema que hasta ahora sus defensores negaban enfáticamente. Según Valdés, «la inercia, el dogmatismo y el estilo burocrático» siguen predominando en el aparato gubernamental de la Isla. Cómo puede ocurrir algo así tras medio siglo de «lucha contra el burocratismo», «vigilancia revolucionaria» y «creatividad marxista», es uno de esos misterios insondables del socialismo científico a la cubana.

Consecuencia de lo anterior: «las fuerzas productivas están trabadas» en muchos puntos del aparato económico, que depende de fórmulas anquilosadas y anacrónicas. «Hay que revisar y actualizar críticamente las fórmulas que aplicamos en la economía…». Como suelen decir los juristas, a confesión de parte, relevo de prueba.

La exhortación a opinar demuestra también que las «masas» han carecido hasta ahora de medios para debatir los problemas nacionales e influir en la formulación de las medidas políticas que rigen la vida del país. Si para escuchar las opiniones de la población y tomarlas en cuenta es preciso convocar asambleas especiales, resulta obvio que los canales habituales de la sociedad no han cumplido nunca esa tarea.

A la masa se le ha asignado la función de llenar la plaza, aplaudir y agitar las banderitas en las manifestaciones (y poner la carne de cañón en África, y cortar la caña, y un largo etcétera de cometidos que servían a los intereses de la minoría gobernante). Ni los sindicatos, ni la federación de mujeres, y ni los comités de defensa ni la prensa, ni las asociaciones profesionales ni la Asamblea del Poder Popular, han sido otra cosa que correas de transmisión para «bajar las orientaciones» de la cúpula dirigente a la plebe encuadrada y sumisa.

En eso consiste siempre la democracia socialista: los órganos del Poder Popular «decidían» dar lechada a los contenes y barrer las calles para recibir en loor de multitud a cualquier sátrapa africano, pero no tuvieron voz ni voto en la decisión de enviar un ejército a luchar en Angola o en la de abrir la economía nacional a la inversión extranjera.

Claro que la retórica de la dirigencia se mantiene en el nivel de abstracción suficiente como para no especificar la lista de los males que padece la población y, sobre todo, para no ir a las raíces del asunto. Es poco probable que en el debate se pongan seriamente en tela de juicio los aspectos fundamentales del problema, como el hecho evidente de que el monopolio del Estado sociocaudillista es el origen del fracaso económico del país. Porque el mantra marxista de la base y la superestructura aparece allí vuelto al revés: es la falta de libertades y el dogal militarista del régimen lo que determina la ineficacia de su aparato productivo.

´Nada de ceder´

La confiscación de los bienes de los ciudadanos de carne y hueso en aras de un hipotético bienestar común no ha servido más que para enriquecer a la casta dominante que hoy ejerce el poder y usufructúa la riqueza nacional. En ese punto, la contumacia de la dirigencia está formulada en términos inequívocos: nada de ceder a las tentaciones del liberalismo y devolver a cada cubano el derecho a crear empresas y a disfrutar libremente del fruto de su esfuerzo.

El Estado —o sea, el reducido grupo de altos funcionarios que administra al partido único— seguirá siendo el dueño de los medios de producción y de los servicios, de la prensa escrita, la radio y la televisión, y seguirá decidiendo qué puede almorzar cada uno y cómo ha de viajar de un sitio a otro, y cuáles libros tendrán que leer sus hijos en la escuela.

Tampoco parece probable que nadie vaya a sostener, por ejemplo, que el antiyanquismo es una coartada anacrónica y que convendría revisar la política de confrontación permanente con Estados Unidos, que ha sido la razón de ser del castrismo y la fuente principal de las simpatías o de la complicidad internacional con el gobierno de La Habana. Y eso, a pesar de que buena parte de los recursos y alimentos de que disponen los cubanos provienen hoy de los bancos de la Florida y las granjas de Nebraska.

Un planteamiento de esa índole obligaría a reexaminar la leyenda del pequeño David nacionalrevolucionario amenazado desde el siglo XIX por el Goliat imperialista anglosajón, que no escatima esfuerzos para apoderarse de la Isla o, al menos, para convertirla en un barrio de Miami (según declaró textualmente Pérez Roque en 2006).

Ese análisis llevaría quizá a reconsiderar la función de Estados Unidos en la historia de Cuba, desde la política de neutralidad del presidente Ulysses S. Grant en 1869 hasta el impasse actual, pasando por la guerra de 1898, las ocupaciones militares, la Mediación de 1933, el papel de sus inversionistas en la economía insular, la influencia cultural, etcétera.

Y por supuesto, no cabe esperar debate alguno sobre los «logros» del socialismo cubano. No habrá quien impugne el precio exorbitante que el país ha tenido que pagar por unos resultados a veces ilusorios (la calidad de la medicina), a veces disparatados (las escuelas en el campo) y a veces suntuarios (las medallas olímpicas).

Diez contra noventa

El voluntarismo y la mala gestión que han presidido la política económica del castrismo determinaron una asignación arbitraria de los limitados recursos disponibles.

Si la población hubiera podido expresarse e influir en esas decisiones —como suele hacerse cotidianamente en los sistemas democráticos, mediante la prensa, los sindicatos, los partidos políticos y las asociaciones representativas de la sociedad civil—, tal vez habría preferido que el gobierno gastara menos en formar médicos y deportistas estelares e invirtiese más en el sector de la vivienda, el transporte o la energía. Sobre todo cuando los diplomados de la Universidad terminan ejerciendo de meseros y chóferes de taxi para acoger a los turistas, y los atletas huyen de la Isla en cuanto se les presenta la ocasión.

Desde que el gobierno actual llegó al poder, su estrategia político-económica fue muy simple: mejorar las condiciones de vida del diez por ciento más pobre de la población, aun a expensas de aplastar al noventa por ciento restante. La minoría beneficiaria aportaría la tropa de choque indispensable para conservar el poder sine die. Porque en la sociedad actual el armamento moderno y los medios de difusión masiva permiten mantener el control de un país —sobre todo si se trata de una Isla— con un mínimo de adhesiones. La situación actual es la consecuencia —quizá irónica y un tanto imprevista, pero evidente— de esa opción estratégica.

El reclamo de la dirigencia de escuchar la voz de las masas hasta ayer afónicas no será el equivalente cubano de la convocatoria de los Estados Generales en el Versalles de Luis XVI, ni del desencadenamiento de la Glasnost en la antigua Unión Soviética.

El comunismo dinástico cubano conoce los límites de la opinión, la fragilidad del Estado —pese a su apariencia monolítica— y la debilidad de la sociedad vivibunda sobre la que impera. Y sabe además que, a diferencia de lo que ocurre en los regímenes democráticos, el sistema no necesita del consenso nacional para mantenerse en el poder. Basta con que la minoría dominante siga contando con el petróleo que le envía Hugo Chávez, los dólares que mandan los exiliados y las propinas que dejan los turistas, y que pueda repartir las migajas entre el diez por ciento de la población que le sirve de guardia pretoriana.

Autor: Julián B. Sorel