LA HABANA, octubre (www.cubanet.org) – «La revolución cubana murió joven. Se violaron demasiados conceptos a partir de la imposición de una voluntad de poder que definitivamente atrofió todas las vías racionales para alcanzar un gobierno moderno, eficiente y sostenible».

El chofer hablaba con soltura. Era más que un análisis arrancado a la espontaneidad, el desahogo de alguien que estuvo en un alto puesto de dirección dentro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Junto a la serenidad de su intervención, sobresalía el disgusto en cada frase contestataria. Preferí, en los primeros instantes, el silencio.

Las circunstancias me convertían en el testigo de una herejía. Un revolucionario que desbarraba de su antigua militancia. Un hombre al borde de la ancianidad describiendo sus desencantos y sus tragedias con las manos sobre el timón del auto marca Lada, obtenido como gratificación a sus desempeños militares.

Podía, sin mucho esfuerzo, divisar las arrugas y acceder al territorio de sus angustias, despachadas a media voz. Viajaba en el asiento lateral, a escasos centímetros de donde exhibía unas inmejorables dotes para la conducción.

«Tuve que callar mis discrepancias. Haberle dado curso a lo que realmente sentía, hubiese sido una catástrofe para mi familia. La vida está llena de complejidades y te confieso que aunque no creía en toda esta farsa, no pude salirme del juego». Las últimas sílabas se fundieron con un breve gesto de incomodidad que transitó, sin escalas, a la resignación.

El ex-militar combinaba el análisis de fondo con el criollismo. Nada de falsas retóricas, ni alardes académicos. Expresaba sus puntos de vista con amenidad y sin establecer pautas para el convencimiento. Era el testimonio de un hombre consumido por las contradicciones de pensar de un modo y hablar de otro durante gran parte de su vida.

Dentro de su automóvil, jubilado del ejército e inmerso en una conversación casi reducida al monólogo, se curaba las heridas del alma. Exponía, comparaba, diseñaba un socialismo democrático, descubría sus penas presentes y pretéritas, y también dejaba algún espacio para las conquistas personales. «Quiero vivir decentemente, sin tener que delinquir. No tengo licencia para transportar personas, pero tengo que arriesgarme. ¿Qué lógica sustenta tantas restricciones y prohibiciones?».

El tono cobró otros matices. La compostura sostenida en el transcurso del viaje quiso resquebrajarse. Sin esperarlo, del asiento trasero llegó una respuesta que abrió nuevos cauces al tema y amplió el margen de confianza entre la reducida congregación.

«Mira, lo que le han hecho a este país no tiene perdón de Dios. Lo peor es que siguen ahí fomentando el caos. No tienen escrúpulos, ni moral, ni una razón justificada para sostener una dictadura inoperante».

El interlocutor que introducía más leña al fuego de la crítica dijo ser un ingeniero agrónomo procedente del oriente del país. Vino para La Habana a «luchar» los pesos. Allá la miseria y la represión son más crudas.

-Todo es una ficción, una mentira -agregó dirigiéndose al chofer.

Fue suficiente para extender el debate. El intercambio de experiencias y desgracias creció en espiral. Los cinco presentes hablamos con diafanidad y respeto. Puse en el éter el ambiente de corrupción y marginalidad que se desató en un barrio aledaño al que vivo, a partir del cambio masivo de refrigeradores de moderna tecnología por equipos viejos.

Transacciones fraudulentas, enconadas disputas por la medida que sólo favorece a los propietarios de aparatos que se encuentren funcionando, hecho que niega el carácter humanista de la disposición al relegar del reparto a los sectores más empobrecidos que llevan años sin refrigerador. Además, recordé que aparte de la obligación de entregar el equipo viejo en plena capacidad de explotación, el otro hay que pagarlo a precios de oro de acuerdo a las bajas tasas salariales existentes.

«Conozco casos de personas que pagaron por la izquierda a los trabajadores sociales para obtener más de un refrigerador», dije en consonancia con investigaciones realizadas al respecto.

«Esos muchachos hacen lo que en Cuba se ha hecho habitual. Dijeron que eran ejemplos de consagración, joyas de las nuevas generaciones de revolucionarios. En la práctica son tan propensos a la corrupción como cualquier cubano», alegó una de las mujeres que compartía el asiento con el que se identificó como ingeniero, en relación a los llamados trabajadores sociales.

«Si de algo estoy convencido es que el impulso se perdió en 1968. Ese fue el año en que comenzó el desastre. La centralización, el divorcio entre las propuestas realistas y las ilusiones derivadas del mesianismo. Se sembraron vientos y aún tenemos tempestades», concluyó el chofer minutos antes de llegar a mi destino. Por el camino recordaba esta última sentencia llena de exactitud y muy ilustrativa de la situación.

Una pregunta hizo nido en mi conciencia. ¿Acaso no tenemos derecho a los amaneceres? Sé que es posible una nueva república. Un país más coherente y racional. Una nación donde las tormentas den las coordenadas del alba. Quizás estemos en el umbral de la luz, aunque parezca que las sombras del continuismo son eternas.

Autor: Jorge Olivera Castillo (publicado en Cubanet)