Admitir la derrota es siempre una acción muy dolorosa. Si hay un control absoluto de los medios de comunicación se puede enmascarar, negar o, de plano, borrar, pintar el «revés» como victoria prostituida.

Hace medio siglo, la promesa fue (¡entre tantas!) que los «bohíos» pasarían a ser recuerdos horrendos del pasado, que los «llega y pon» serían sustituidos por edificios modernos, que cada cubano tendría su casa decente, su trabajo honesto y hasta un «VW», porque esos carritos eran ahorrativos.

Estas promesas, lo recuerdo bien, las hizo el Líder en discursos populares, ya borrados de los archivos. Prometió estimular una clase media ejemplar, a la que todos podían aspirar. «Esta es tu casa Fidel», y de verdad que lo era, porque todo, tierra y casas, se consideró como «usufructo». Fue la nueva interpretación del concepto de «dominio eminente» de los Habsburgo, en los tiempos de la colonización americana: el Estado posee la propiedad y sólo la presta de manera temporal.

Pasaron ciclones y volvieron a pasar, aunque el más devastador de todos quedó in situ. La capital fue bombardeada desde dentro, una implosión indigna, con derrumbes, baches, fachadas pintadas con cal para el paso de alguna caravana, apuntalamientos interiores, huecos por donde se iba la vista, paredes que chorreaban agua por las filtraciones. La calzada de las columnas se metamorfoseó en la calzada de los palos.

Pero en el campo… ¡ah, el campo!, «dieron» títulos a los campesinos, luego les quitaron la tierra, los hicieron trabajadores agrícolas, porque eso era ser proletario y se ajustaba mejor a la doctrina; los ignoraron en sus consejos y los hacinaron en gallineros-edificios, donde los guajiros se alienaron con las paredes baratas y los horizontes naturales cerrados por ventanas que crujían. Algunos pocos quedaron de símbolos, porque, después de todo, habían sido la infantería indispensable para la debacle.

Como en África y Brasil

Los televidentes cubanos pensaban que todo había quedado ahí. Pero con estos últimos ciclones —y con sorpresa— vieron que los nuevos bohíos eran peores que los de «antes», que los pueblos «del interior» eran un amasijo de miseria, que «cincuenta años no son nada», que las imágenes de la tragedia eran las mismas de los pueblos más pobres de América Latina, como los de África o la India, las favelas de Brasil, los «paracaidistas» mexicanos, las «chabolas» españolas, los shanty towns de cualquier país.

¿Qué pasó que no pasó? La solidaridad amable de los cubanos se cimbró: «hay que ayudar…». La UNEAC se moviliza, una ONG que no es ONG, pero —aunque el gesto es encomiable— todo el mundo sabe que quien reparte se queda con la mejor parte y en Cuba sólo distribuye el Estado, dador, patriarcal.

¿Llegará esa ayuda a los necesitados o quedará en las tiendas para comprar en CUC o, si los artículos son «de uso», en las tiendas estatales que se ocupan «de ese rubro»?

Se acepta ayuda, pero sólo se anuncia la de los «hermanos» o parientes ideológicos: China, Rusia, Venezuela. La Iglesia Católica y Cáritas pueden ayudar, otros también, pero el Estado quiere ser el distribuidor, el benefactor a costa. La gerontocracia es soberbia, siempre lo fue: proyectó su imagen de «solidaria» por todo el mundo y ante todos los desastres. Pero lo que le quitó a su pueblo para darlo a otros, no tiene eco.

Ni siquiera pueden admitir la enormidad del desastre, porque estos viejos cansados son altivos, arrogantes y les importa un bledo eso que llaman «el pueblo». Tanto le dieron vuelta al concepto que se les borraron todas las caras y los cuerpos concretos. El pueblo es sólo una palabra: ni tiene cara, ni cuerpo, ni dolencias, ni necesidades. Es una palabrita para movilizar, gritar e ignorar.

Hay quienes han decidido solidarizarse de manera personal: los que tienen más, dan a los necesitados por los alrededores de sus casas, a los mendigos que han inundado la capital, puro cristianismo primitivo, pero el único sendero que «ellos» han dejado libre.

Todo se empantana en las discusiones políticas: la derecha del exilio quiere condicionar, la supuesta izquierda isleña se encierra en su castillo podrido, las gentes del pueblo se miran unos a otros y suplican para que, en algún momento, el maná les llegue del cielo. Como dicen en la Isla: «No es fácil…».

Autor: Rebeca Montero (publicado en CubaEncuentro)