En torno a un banco del parque Manila, en el municipio Cerro, un grupo de jóvenes intercambia manoteos y vociferaciones. Es su modo de conversar amigablemente. El tema: ¿Qué sería más perjudicial para Cuba en este momento, otro ciclón o una guerra? Las opiniones están divididas pero con ligera ventaja para la guerra.

La televisión nacional rueda a cada minuto las imágenes de villas miserias que han sido devastadas –dicen- por el paso de los huracanes Gustav e Ike. Los periodistas leen los versitos que les dictan, todos con el mismo candor y los mismos adjetivos, moviendo sus manos como cuando recitaban en la escuela primaria.

Las imágenes son de Cuba, Haití y República Dominicana, pero no es fácil distinguir a qué país corresponde cada una, a no ser que vuelvan a pasar la de aquella mujer que, de pie frente a los escombros de su casa de madera podrida y con techo de zinc, da gracias a la revolución porque jamás la abandonó.

Los mandamases, todos con opulentas residencias por las que pasan los ciclones sin saber que han pasado, se muestran eufóricos. Convocan a la unidad y al buen comportamiento del pueblo que ha quedado sin techo, discursean, se refieren muy serios a “nuestra tragedia”, como si en verdad fuera de ellos y como si al final la tragedia no les reportara más beneficios que pérdidas.

Los intelectuales y artistas de la nomenclatura oficial se aprestan a ser solidarios con los afectados, por los que no sienten ni padecen y a los que nada les une, ni siquiera la piedad. Así que entre whisky y comilona, entre aeropuerto y pasarela, harán el hueco para recoger algunos pesos y tres trapos.

La gente de a pie, por su parte, se esfuerza desesperadamente por interconectarse desde uno y otro lado del estrecho de Florida, o desde uno y otro lado del Atlántico, como si supieran que sólo se tienen a sí mismos. Pero es inútil. En medio está el ciclón de la política, que es peor que Ike y Gustav juntos porque jamás se retira, ni cede en su fuerza, ni cambia el viento.

Los bandos contendientes se entusiasman en la práctica de su deporte favorito: tirar de una y otra punta de la piñata, llámese “ayuda humanitaria” o “dignidad” o “posición de principios”, según convenga para el caso. Hasta que al final la piñata queda repartida entre ellos mismos, como siempre, en porciones más o menos iguales, pero sin dejar caer el caramelo para la boca abierta.

En tanto, el viejo verdugo, a la vera ya de su ataúd, aprovecha el filón para posar de Mesías. Como no tiene el hacha a mano, hace uso del ordenador. Así que destrenza chocheras con aire de mensajes interestelares.

Y en el parque Manila del Cerro tiene lugar un milagro, pero no de Dios sino del diablo: los jóvenes se han puesto de acuerdo. Todos coinciden en la tenebrosa conclusión de que sea huracán o guerra, nada puede resultar más dañino que el cataclismo en que se ha convertido nuestra vida diaria.

Autor: José Hugo Fernández (publicado en Cubanet)