Reinaldo Escobar – 14ymedio

Leyendo al economista Oscar Espinosa Chepe en un artículo publicado en 2003, a pocas semanas de su inclusión entre los presos de la Primavera Negra, aprendí y comprendí la importancia del concepto de «descapitalización de la base material» en la economía cubana, sobre todo en lo que se refiere a la ausencia de inversiones y modernización en la infraestructura y la industria que provoca que nuestra economía sea cada vez menos competitiva en el mercado internacional.

Aunque no tengo datos confiables para demostrarlo, podría asegurar que ese proceso en lugar de revertirse se ha agudizado en los 20 años transcurridos. Basta con intentar viajar en avión desde La Habana a Santiago de Cuba, leer los datos oficiales de la decreciente producción de azúcar, sufrir la debacle energética, acudir a la consulta de un especialista en algún hospital o, simplemente, tratar de caminar por las aceras de alguna ciudad sin mirar para abajo.

El inventario de calamidades resulta abrumador y confirma la hipótesis de que si alguien sumara el valor que tiene cada cosa sobre la Isla, llegaría a la conclusión de que cada día este país vale menos, porque se ha descapitalizado y porque continúa descapitalizándose.

A ese drama nacional se suma ahora otro de carácter personal, privado, pero que tiene consecuencias sociales. Ocurre en el seno de las familias donde se produce una acumulación de bienes transmisibles de padres a hijos, de abuelos a nietos. Esos bienes también se han venido degradando, por su uso desmedido y por la menguada calidad de lo que se ha podido adquirir.

Hablo de viviendas, muebles, utensilios de cocina, herramientas, bibliotecas, electrodomésticos, que con innumerables sacrificios se van obteniendo y que se cuidan y mantienen con esmero para que sean disfrutados por los que vienen detrás. De esa manera, a pesar de su probable menoscabo, las cosas logran cierta trascendencia porque sobrepasan los límites del uso previsto, porque llegan más allá.

La actual crisis migratoria protagonizada mayoritariamente por los más jóvenes, además de agravar la descapitalización humana de la nación, trae como una consecuencia colateral que todo lo acumulado por la familia, con independencia de su valor en el mercado, se vuelve intrascendente, como también se minimiza la repercusión de cualquier eventual mejora en los servicios sociales.

¿A quién le dejamos esa colección de literatura latinoamericana donde está casi todo Mario Vargas Llosa, todo Alejo Carpentier, todo Gabriel García Márquez, casi todo Guillermo Cabrera Infante y hasta todo Padura? ¿A quién le dejamos la Edición del Centenario (1953) de las Obras Completas de José Martí, la poesía completa de Lezama Lima, las grabaciones de Celia Cruz? ¿Quién se va a quedar con el taladro, la pulidora, la colección de destornilladores, el horno de microondas, el televisor pantalla plana de muchísimas pulgadas, cuando no queda nadie a quién dejárselo.

¿Cuánto valen esas cosas, ya descapitalizadas, que han perdido toda trascendencia? La gente está rematando sus propiedades para escapar. La casa se ofrece con todo adentro porque Cuba se va convirtiendo en un país sin herederos. «Mi casa por un boleto a Nicaragua», se dice con la misma gravedad que William Shakespeare puso en la boca del rey inglés Ricardo III al ofrecer su reino tras perder una batalla.

Y vale la pena preguntarse, cuando se comprueba que los que mandan en Cuba solo invierten en hoteles y campos de golf, mientras todo lo demás se descapitaliza: ¿a quiénes se lo pretenden dejar?

Este texto fue publicado originalmente en la revista Convivencia.