Soy un privilegiado. Tengo agua y libertad en Cuba. La primera a causa de una suerte en extinción tanto en el barrio como en su periferia. Miles de coterráneos la obtienen a cuenta gotas. Otros salen a cazarla adonde sea posible con una retahíla de cubos y tanques apiñados sobre un carretón renqueante. Innumerables vecindarios de la capital guardan cierta empatía con los beduinos de África Septentrional. El agua en ambas zonas es una quimera, un producto tan excepcional como un día soleado en la península de Kola, al norte de Rusia.

Por supuesto que el agua a la que tengo acceso carece de la debida potabilidad. Los índices de parasitismo son alarmantes, fundamentalmente en zonas donde no existen los recursos ni la costumbre de purificarla. Un alto número de núcleos familiares, quizás sin saberlo, sufren diversas patologías relacionadas con la ingestión del vital líquido sin antes higienizarlo con el fuego.

Las altas tarifas eléctricas confrontadas con salarios de servidumbre, reducen las posibilidades de mantener a raya las infestaciones. Muy pocas familias sacrifican sus ingresos con el fin de evitar el arribo de amebas, oxiuros, giardias y otros organismos que consiguen un espacio permanente dentro del sistema digestivo causando estragos algunas veces irreversibles.

Decía que era un ciudadano afortunado, pero la dicha no suele funcionar a cabalidad en los estados fallidos. No voy a morir de sed, tampoco he dejado de bañarme, hasta puedo hervir el agua que voy a consumir, pero tales realidades distan de ser comunes para todos los habitantes de la isla.

Pululan los barrios marginales en el centro de la capital, los asentamientos caracterizados por la más rancia pobreza con casuchas de tablas carcomidas y sin acceso a servicios básicos. Cómo olvidar las comunidades de albergados sometidos a los rigores de la promiscuidad y la ausencia de mínimas condiciones que correspondan a una existencia digna. En estos enclaves se vive entre la casualidad y los pinchazos del abandono, entre el acoso de las aguas albañales y el peligro de derrumbe, entre la subalimentación y la proclividad a enfermarse por virus asociados a la extrema pobreza.

No es una petulancia afirmar que también disfruto de libertad en medio del totalitarismo. Es así, porque me lo propuse hace tres lustros. Pagué entonces y pago ahora el precio de decir lo que pienso. Definitivamente, nunca pude aprender el oficio de aplaudir como un pingüino sin otra función que la del espectáculo y la imitación condicionada por el terror.

Nada que ver con el heroísmo ni otras vanidades. Solo voluntad de ser libre, preferencia natural por la autoestima e inclinación por practicar una autenticidad ajena a los atajos que ofrece, a raudales, la cobardía.

Dice la Sra. Danielle Mitterrand que la defensa de los derechos humanos debe incluir la supervivencia de la humanidad y el acceso al agua. Eso ha dicho en una conferencia a propósito de un actividad celebrada en el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos (ICAP), una institución con fachada de no gubernamental y que se circunscribe a ejecutar ciertos designios del gobierno cubano, enfilados en sostener y ampliar la red de apoyo y solidaridad de diversas organizaciones internacionales que sirvan de soporte legitimador a su poder absoluto.

La ex primera dama de Francia y presidenta de la organización no gubernamental France Libertés está en lo cierto y nadie podría arriar su bandera sin sufrir un descalabro moral de grandes proporciones.

Desconozco si sabrá las precariedades de decenas de miles de cubanos que tienen serias limitaciones para consumir agua de calidad a casi 50 años de revolución.

Ni la nomenclatura, ni los extranjeros radicados en Cuba, ni los turistas, afrontan la zozobra de no bañarse o ingerir aguas infectas. En esos señoríos hay suficiente moneda dura para construir murallas contra la contaminación y las penurias.

Sería saludable conocer que la preocupación de la Sra. Mitterrand por la tragedia vinculada a la carencia de agua tiene en cuenta a los cubanos privados de este derecho. Pero mucho mejor es que haya tratado el tema de la libertad y el espinoso asunto de los más de 200 presos políticos y de conciencia que languidecen en galeras y celdas de castigo.

Allí apenas llega el agua y la razón. Es el reverso del paraíso que pregonan desde púlpitos y altares los que gobiernan el país a fuerza de decretos y antojos.

De esos mundos puedo disertar a la manera de un sabio. Yo tuve que beber fango y padecer las sombras de los barrotes por ejercitar el criterio sin el lastre de los condicionamientos durante casi dos años.

Ahora, en medio de las ruinas que me rodean, puedo hervir el agua, verterla sobre mi cuerpo desde una cubeta a manera de baño. Créanme que soy un privilegiado porque, además, disfruto del derecho a pensar y expresarme sin fingimientos ni concesiones. No puedo mendigar algo que es intrínseco al género humano.

Agua con libertad, una combinación que disfruto en La Habana de intramuros. Aunque, si de elegir se trata, preferiría unos sorbos de Cuba Libre.

Autor: Jorge Olivera Castillo (publicado en Cubanet)